Centro de Estudios Históricos y Promoción Turística de Lambayeque
La hacienda y trapiche de San Francisco de Borja de Tumán, fue propiedad de la Compañía de Jesús desde 1659, año en que les fue donada por doña Juana de Carvajal, con cuatro esclavos. Con la administración de los jesuitas se intensificó la producción de azúcar y sus derivados, y por ende el incremento del número de esclavos para su servicio. La historiadora norteamericana Susan E. Ramírez nos dice que para el año de 1724, la hacienda contaba con 29 esclavos, y en 1760 con 160. El licenciado José Javier Vega Loyola, en su trabajo "El galpón, la pampa y el trapiche (2003), anota: "En 1767 - año de la expulsión de los jesuitas - se contaron 178 esclavos (109 varones y 69 mujeres).
La convivencia en ella era menos dura que en el resto de haciendas de la región, propiedad de laicos. Existía una actitud paternal del trabajo y los esclavos gozaban de algunas concesiones. Tenían pequeñas parcelas, criaban porcinos, aves de corral, cuyes etc. Se les proporcionaba buena comida, vestido y su infaltable tabaco. Contaban con enfermería y capilla. Descansaban los domingos y fiestas (que los jesuitas respetaban como días de descanso, salvo fuerza mayor).
Para el historiador Carlos López Soria, esto explicaría en parte "el porque en las haciendas jesuitas no se generaron movimientos de protesta de los esclavos, salvo - agrega - que en el futuro otras investigaciones demuestren lo contrario (Crisis agraria y revuelta de esclavos: Nepeña 1767 - 1790). Pues bien, el presente articulo trata justamente de una de esas raras protestas protagonizada por esclavos de una hacienda Jesuita; precisamente de la desconocida huida de los esclavos de la hacienda de Tumán al Cerro de Pátapo, en marzo de 1743.
El inédito manuscrito que avala nuestra entrega lo ubicamos, hace algún tiempo atrás, en el Archivo Regional de Lambayeque y lleva por rotulo: "Autos sobre la reducción de los negros de la hacienda de Tumán sublevados, y hechos por el señor Gral. Don Carlos Prudencio de Guzmán, Corregidor y Justicia Mayor de dicha Provincia de Saña. Escribano de Cabildo y Público. Año de 1743". Pasemos ahora a describir los hechos.
El 16 de marzo de 1743, el Corregidor don Carlos Prudencio de Guzmán, vecino de Lambayeque, recibía, de manos del Escribano de Cabildo don Sebastián de Polo, una desesperada y urgente "petición" cursada por el Padre Jesuita don Pedro de Frutos, a la sazón, administrador de la hacienda de Tumán. En ella le hacía saber que los "esclavos negros" de la mencionada hacienda se habían "levantado y ausentado" negándole la "obediencia". En esta clara actitud de resistencia se encontraban ya por espacio de cuatro días. Y como sobre ellos pesaba gran parte de la producción, la hacienda estaba "padeciendo gran deterioro". Suplicaba su "reducción" para evitar también "las continuas extorsiones que están haciendo a los que transitan los caminos inmediatos en donde se hayan refugiados".
Estériles habían resultado sus demandas a fin de que los esclavos depusieran su actitud, a pesar de haberles prometido "una y otra vez" el perdonarles su falta, más bien y como respuesta "con más empeño se han ahuyentado de dicha hacienda llevándose consigo todas sus familias y demás menesteres de sus casas". El lugar elegido para su refugio fue el Cerro de Pátapo, "inmediato a dicha hacienda". En el aludido cerro pretendían hacerse fuertes y evitar con esto ser reducidos fácilmente.
No era para menos, en el cerro, de aproximadamente 400 m.s.n.m, se encontraban grandes fortificaciones de piedra y mortero de barro, de carácter militar, religioso y habitacional construidas en tiempo de los "gentiles". Contaba con murallas de piedra de hasta 7 m. en la parte alta y media del cerro y con miradores, desde donde se podía apreciar buena parte del valle que lo rodeaba, en fin un recinto amurallado y propicio para refugiarse. Además el camino hacia el cerro era un monte abrupto y no exento de peligros por la cantidad de reptiles que pululaban por la zona. En la actualidad el denominado Complejo Arqueológico Cerro de Pátapo, ha sido declarado Patrimonio Cultural de la Nación mediante Resolución Directoral Nacional 615, publicada el 11 de agosto de 2008, en el diario oficial "El Peruano".
Enterado de los hechos, el Corregidor se dispuso a pasar inmediatamente al "paraje y Cerro de Pátapo", con el fin de "reducir a los negros" y entregarlos a la hacienda, sabía muy bien que la fuga daba lugar al cimarronaje y el bandolerismo. En el acto fueron notificados el capitán don José Ternero, el alférez Juan Samudio, el sargento Manuel Espejo y los cabos Manuel de Ureta y Marcelo Samudio de la Compañía de Pardos (afro mestizos) Libres de Lambayeque, para que marchen a incorporarse a las tropas de Ferreñafe, "llevando cada uno el arma de fuego que le corresponde". En Ferreñafe se les proporcionaría las respectivas y "necesarias municiones de guerra", costeadas para el efecto por el Corregidor. A los citados oficiales se les hacía saber también que sí por motivos injustificados faltaran a la cita serían castigados según "la ordenanza militar", el mismo castigo recibirían también, de darse el caso, los soldados que bajo su mando componían dicha Compañía.
A las 8 de la mañana "según el sol" del día 27, el Corregidor en compañía del Escribano y una pequeña escolta salió de Lambayeque con rumbo a Ferreñafe, pueblo al que arribó "como a las once del día según el sol" (durante mucho tiempo el cielo fue el instrumento principal de la medición del tiempo, es decir, el día solar). Inmediatamente hizo notificar a los oficiales de las milicias de ese pueblo, primeramente al "capitán gobernador de la infantería de a caballo" don Antonio Vílchez, que se excuso de participar en la excursión por tener 80 años, en su defecto iría el "teniente de la Compañía de a caballo de dicho pueblo" don Francisco Bolungaray" y los capitanes de "a caballo" don Francisco Solano Chiclef, don Calixto Florencio y don Pablo Sánchez, cada uno al frente de sus respectivas compañías de naturales "de a caballo". En fin, un gran desplazamiento de milicias de caballería, debidamente armada y municionada. Sin duda esto se produjo teniendo en cuenta que el número de sublevados era elevado. Si nos atenemos a las cifras dadas entre 1724, 1760 y 1767, mencionadas al inicio, cabe suponer que para 1743, la cifra bien podría bordear los 150; una cantidad respetable de esclavos de ambos sexos.
Deseoso de evitar cualquier tipo de enfrentamiento con los "sublevados", y lograr su pacífica "reducción sin usar de las armas", el Corregidor curso una misiva al fraile Félix de Irarrazabal (de la Orden de San Francisco de Asís), cura de la doctrina de San Miguel de Picsi, "distante una legua de la hacienda de Tumán", invitándolo para que en su compañía fueran al paraje "donde se hallasen dichos negros". Dicho fraile era el encargado de administrarles los santos sacramentos, por contrato con la hacienda. En tal virtud y por el respeto que le debían profesar los rebeldes, el Corregidor le encomendó que en su momento los reprendiera severamente por su falta y los conminara a que inmediatamente se "reduzcan a obediencia de su administrador". Sabemos que el fraile eludió la invitación.
Mientras tanto, a las cuatro de la tarde, se envió al esclavo Domingo Robles, negro criollo, y al mulato libre Cipriano Alcocer, "personas prácticas en los montes y cerros", para que juntos verifiquen el "paraje exacto" donde se encontraban. Cumplida su misión, y prestado el juramento de rigor, informaron al Corregidor que llegaron al pie del cerro de Pátapo como a las siete de la noche y efectivamente los negros sublevados de la hacienda de Tumán se encontraban en él. Por espacio de una hora escucharon "muchas voces de los negros" y asimismo "que estuvieron tocando los tambores y cantando a usanza de su nación".
A las once de la noche se dio la orden de prepararse para salir con rumbo a inmediaciones del cerro de Pátapo, "distante cuatro leguas de Ferreñafe", llevando los víveres necesarios para su alimentación, de cuya conducción se encargarían los alcaldes ordinarios de naturales de Ferreñafe y cuyo costo sería abonado por el teniente don Francisco Bolungaray, "quien presentara razón jurada de lo que importaren dichos víveres para que se paguen a quien se le notificara".
A las doce de la noche partieron de Ferreñafe, llegando a las diez de la mañana "según el sol" del día 28. En las faldas del cerro se encontraban, a la vista, numerosos negros "levantados". En el acto se distribuyeron las cinco compañías de caballería "por diversos parajes al pie del Cerro", con el fin de sitiarlos. El Corregidor con una parte de la tropa avanzó hacía el cerro hasta ponerse a punto de escuchar las razones que daban los negros ". Como la "vocería y gritería" era estrepitosa, mandó se calmasen para poderlos oír. Sosegada, en parte, la algazara y vocerío, le manifestaron en voz alta, y muchas veces con palabras ininteligibles, que el motivo de "haberse retirado a aquel Cerro", era huyendo "del castigo continuado que les daba el Padre de Frutos" y que además no permitía "que guardasen los días de fiesta haciéndolos trabajar como en los demás de trabajo". Que depondrían su actitud y volverían a la hacienda sí de Frutos salía de ella. Pedían también que el Padre Miguel, con "uno que otro de la Compañía de Jesús", volviera a hacerse cargo de la administración de la hacienda.
Resuelto a restablecer el orden sin hacer uso de las armas, el Corregidor les envió un parlamentario de nombre Pedro Bomba, negro de casta "mina", como "paisano y de la nación de muchos de los sublevados", esclavo de la hacienda Luya y "ladino en lengua española". La orden dada al negro Bomba era que subiese al cerro y les ordenase de parte del Corregidor, bajasen de él a su presencia y se "redujesen y sujetasen en la obediencia que debían tener". El Corregidor estaba dispuesto a oírlos "en justicia" y reponerlos en la hacienda hasta la llegada del Procurador del Colegio de Trujillo, que se encontraba en camino. En él serían depositados para que dispusiese lo que más convenía. Les hacía saber también que no los castigaría si se entregaban voluntariamente, caso contrario "experimentarían el rigor de la justicia y el efecto que causan las armas". Acompañaba a Pedro Bomba en esta misión el pardo libre Cipriano Alcocer.
Llegados al pie del cerro, se les acercaron los dos principales cabecillas de la sublevación (sus nombres no figuran en el expedientillo), a quienes notificaron verbalmente la orden dada por el Corregidor. En respuesta les manifestaron que dijeran "a su Merced", que estaban dispuestos a bajar del cerro, y ponerse a derecho, siempre y cuando se retirara de la hacienda el administrador de Frutos. Mientras tanto pedían no los consignasen en la hacienda, hasta que llegase el Padre Procurador del Colegio de Trujillo, y que los principales motivos de su huída habían sido "los crueles castigos que con ellos hacía el P. Pedro de Frutos y así mismo haciéndolos trabajar todos los días de fiesta sin permitirles aquel descanso en las noches". Pedían también ser "gobernados" por el Padre Miguel (su apellido lamentablemente no figura en el instrumento), compañero del Padre de Frutos, respecto de que este ultimo había faltado a su palabra dada por intermedio del fraile Félix de Irarrazabal, con motivo de su anterior huída, en que se les ofreció perdonarles "sus yerros" sí volvían a la hacienda, cosa que no ocurrió así, ya que esa misma noche "supieron por cierto se buscaban y solicitaban prisiones por dicho Padre para sujetarlos".
Concluido el diálogo, los cabecillas pasaron a consultar con sus compañeros sí debían, o no, bajar a presencia del Corregidor, pasados algunos minutos de tensa deliberación estos aceptaron. Pero en los precisos instantes en que se disponían a descender, en compañía de los parlamentarios, "dieron voces los demás diciendo que no bajasen porque venía el Padre". Y aunque Bomba les decía que no había "Padre alguno en aquel paraje, prosiguieron dando voces diciendo que venía el Padre". Efectivamente un religioso con el hábito de la Compañía de Jesús y montado a caballo se dirigía, por "el pie del Cerro", hacía donde se encontraba el Corregidor. Este no era otro que el Padre Miguel, portador de un escrito, redactado y firmado, a la carrera y "en papel común", por de Frutos. En él le suplicaba suspenda cualquier determinación en aras de la "reducción de los negros sublevados", comprometiéndose a dar parte a sus superiores para que por este medio no continuara perjudicándose la hacienda. Cumplido el encargo el P. Miguel solicitó "venia y licencia" para que en calidad de intermediario subir al cerro, la que en el acto le fue concedida. Y aunque algunas personas se ofrecieron acompañarlo, prefirió ir solo.
Después de haber hablado por espacio de media hora con los "sublevados", descendió para comunicarle al Corregidor que estos se encontraban en total y franca rebeldía, resueltos a no abandonar su refugio hasta que saliera de la hacienda el P. de Frutos. Y que "primero perderían la vida que salir del Cerro", si su demanda no se cumplía. Ante tal determinación el P. Miguel le suplicó al Corregidor suspendiese inmediatamente "reducirlos con las armas", ya que esto podría traer como consecuencia la pérdida de "algunos negros", y de resultas el consiguiente "perjuicio y atraso" de la hacienda (por aquellos años las "piezas de ébano" escaseaban y se cotizaban caras). Además como estaba próximo a llegar el Procurador del Colegio de Trujillo, él se encargaría de tomar "la más acertada providencia para que se reduzcan los negros al servicio de dicha hacienda". Le aseguraba también, mediante juramento repetido "por segunda y tercera vez", que los negros no harían "extorsión alguna" en los campos, mucho menos a los pasajeros, porque él los proveería de lo necesario para su "natural alimento", hasta la llegada del Procurador. Por último le pedía y suplicaba "en nombre de su religión", mandase retirar las tropas y concluir con el sitio, a fin de que no corran peligro las vidas de los esclavos, y concluía diciendo: "la Compañía de Jesús se daría por muy satisfecha...y apreciaría semejante favor".
Aunque el documento se encuentra trunco, todo parece indicar que poco después de haberse ordenado repartir las raciones de alimentos a los soldados de las "fatigadas" tropas, y alimentar, de paso, a los caballos, el Corregidor optó por levantar el sitio y emprender, luego, la lenta retirada.
Esta inédita fuga de esclavos de la hacienda de Tumán, la podemos enmarcar en las del tipo de carácter temporal. Esto porque en ningún momento tuvo por objeto el lograr la libertad, sino más bien el de conservar algunas prerrogativas, negadas por el nuevo administrador, alterando radicalmente con esto sus condiciones de trabajo y subsistencia. Huyeron en un intento por regular o cambiar el trato que recibían dentro de su esclavitud en la hacienda. En fin, gracias a este acto de resistencia colectiva, gozaron, por el breve espacio de una semana, de una precaria "libertad".
Sr. Jorge Izquierdo,
ResponderEliminarFelicito su estupenda iniciativa. No soy lambayecano, pero soy lector de la historia, en especial de nuestro país. Por lado materno mi bisabuelo nació en Chongoyape. Disfruto de sus entregas. Gracias.