viernes, 29 de junio de 2012

El Otoño de Lambayeque. Siglo XIX




Desaparecida Casa "Iturregui" en Lambayeque (Foto: Brüning)

De la opulenta y señorial urbe virreinal en que se había convertido el pueblo de San Pedro de Lambayeque a lo largo del siglo XVIII, quedaban en los albores de la República, como rezago de un tiempo estancado, anquilosado, los vetustos y agrietados muros de sus cuatro capillas doctrinales o “ramadas”, como preferían denominarlas los nativos del lugar; sus casonas solariegas, ricas y linajudas, con sus portones y balcones dormidos, y las beatas y beatitas que constituían la faz de la vida en esta ciudad pecaminosa, festiva y a la vez devota.

De ese tiempo quedaban también los adormilados gallinazos, agazapados en las cornisas de su templo, que se alzaban en perezoso vuelo cuando los bronces de las campanas de su única torre majestuosa, la del lado sur, marcaba en ángelus, la novena o resonaban lúgubres anunciando le había llegado la hora a algún vecino.

Pero también estas mismas campanas repicaron magníficamente cuando los clarines  le anunciaron a este pueblo, de tiempo inmemorial, la hora magna de su libertad. Ese fue su día más glorioso, en que hartos de vivir subyugados al poder español, decidieron, en masa, que deberían ser libres y así lo juraron exitosamente, ante la cruz de la empuñadura de sus espadas, una memorable noche del 27 de diciembre de 1820.

Día por demás jubiloso para el pueblo de Lambayeque, en que se irguió magnifico, sereno y severo, declarando, el primero en el norte del Perú, su independencia. Dos años después de este histórico acontecimiento, el 15 de junio de 1822, era elevado al rango de Ciudad y obtenía como blasón el honroso titulo de Generosa y Benemérita. Decreto que fuera ratificado por el Primer Congreso Constituyente del Perú, el 18 de diciembre de ese mismo año.

Esas mismas campanas, testigos solitarios del esplendor comercial alcanzado por esta ciudad en el siglo XVIII, habrían de repicar a arrebato cuando su caprichoso, temperamental y traicionero río “salió de madre”, como consecuencia de la recurrente presencia del fenómeno de “El Niño” en su litoral, asolándola terriblemente en el verano de los años de 1828, 1871 y 1878. Estos aciagos años figuran en los anales históricos de esta ciudad prócer como los más trágicos de todos los tiempos.

En el mes de marzo de 1828, la blasonada ciudad soportaba los rigores de un Niño “de gran intensidad”, lo que le causó gran ruina en términos de su población y campiña. De esta catástrofe, Lambayeque se logró recuperar lenta y trabajosamente, gracias al espíritu progresista y emprendedor de muchos de sus hijos que no emigraron en aquel fatal momento. No por nada esta ciudad, desdeñosa, culta y religiosa, había llegado a ser en el siglo XVIII, las más rica, industrial y mercantil del norte del virreinato del Perú.

Ese trágico verano de 1828, impuso a la ciudad, de las pompas religiosas, su destino en la historia. No podemos decir, ni mucho menos aceptar, que su vejez prematura, su ruina desoladora, su lenta agonía, fuera causada por la inercia o indolencia de la gran mayoría de sus moradores en aquella época, ¡mil veces no! Esta fatal determinación de su destino se la impuso la ley inquebrantable de la naturaleza y en este caso, en particular, la nefasta presencia del Fenómeno de “El Niño”, con su cuota de victimas, destrozo y sufrimiento.

Las torrenciales lluvias y las consecuentes inundaciones registradas a lo largo del siglo XIX, y ninguno otro, fueron la principal causa del “éxodo” paulatino de sus capitales, su comercio, industria y de sus personajes más representativos. Todos estos dramáticos sucesos, acabaron por quebrantar la paciencia de algunos de sus hijos y al igual que las grandes y poderosas familias que su suelo había enriquecido también la abandonaron. Que abundante material para observar en un solo suelo los contrastes del esplendor y grandeza de un siglo y la desolación del otro.

De las calamidades sufridas en el año de 1828, la ciudad de Lambayeque logró recuperarse en buena parte, y se decretó, diríamos así, una expectante tregua entre la naturaleza y el hombre, hijo de ella. En ese espacio de tiempo, trastocado por los copiosos aguaceros del verano de 1858, la ciudad trató por todos los medios de adquirir nuevamente ese esplendor de tiempos idos. Esta intermisión se prolongó por algunos años.

Así, reconstruyó su hospital y su hermosa capilla, lugar donde se celebraba la fiesta religiosa de Nochebuena; se reedificaron y modificaron, en algunos casos, las castigadas casonas solariegas conforme al gusto imperante en aquella época; se empedraron sus principales calles y enlosaron sus veredas. Abrió sus puertas "La Escuela de la Patria", centro de enseñanza de priemeras letras, en el reacondicionado local de la antigua ramada de Santa Catalina. En 1846, se instala en esta ciudad una imprenta y aparece "El Regulador" el primer diario del Departamento, dos años después "La Estrella del Norte" (1848). Se construyó un hermoso y amplio teatro que fue inaugurado en 1851, considerado uno de los mejores del norte del Perú y al que eran muy aficionados los pobladores de esta ciudad. Las fabricas de jabón trabajaban intensamente; su industria agrícola se vio nuevamente productiva, su sociedad animada.

Se construyó una hermosa alameda en la parte sur de la ciudad, con sus hileras de frondosos árboles y a la que los pobladores de esta ciudad denominaron “Waddigton”, en homenaje al ingeniero chileno que la proyectó y ejecutó, el Sr. Carlos Waddigton. Se colocaron hermosos faroles para el alumbrado de algunas de sus principales arterias, y se instaló en la única torre de su iglesia trunca un monumental reloj de factura inglesa, obsequiado, en 1864, por el filántropo lambayecano don Manuel Salcedo.

Lambayeque, poseedor siempre de un acendrado sentimiento religioso, se distinguía, en el siglo XIX, por no tener semana en que no celebrase una festividad religiosa y en donde, se dice, su gente aborigen gastaba todo cuanto había ahorrado en el año. Destacándose en el calendario de estas festividades la tradicional y popular de Semana Santa, el Corpus Christi, la del Sagrado Corazón de Jesús y la de Nuestra Señora del Carmen, consideradas estas dos últimas como celebraciones de la gente decente.

Así transcurrieron algunos años en esta “Santa Tierra”, amenazada de cuando en cuando por el retumbar de los tambores de las guerras civiles que también la inquietaron.

Para el año de 1866, se presentaron lluvias torrenciales mas no se registró ninguna inundación en su poblado. Cosa que no ocurrió para el verano de 1868, en que un terrible Niño le causó serios estragos. Como si la naturaleza tratara de recordarle a la blasonada y devota ciudad su destino impuesto. En 1869, aparece el diario “El Liberal”.

Pasarían dos escasos años de esta última calamidad natural, cuando nuevamente se hacía presente, en todo el litoral norteño y hasta 100 kilómetros al interior de éste, el recurrente fenómeno de “El Niño”. Esta vez con excepcional violencia y duración en la región de Lambayeque. Efectivamente la presencia del fenómeno en los veranos de 1870 y 1871, acusó mayores pérdidas en Lambayeque que en cualquier otra parte del país.

En ambas ocasiones, en todos los médanos se improvisaban casuchas y bajo los algarrobos se depositaban muebles y personas huyendo del peligro de la inundación. El tráfico en estos fatales años se realizaba utilizando botes y balsas proporcionados por el gobernador del antiguo puerto de San José, don Pedro José Cárpena y él vicecónsul ingles don Valentín Fry, conducidos a esta ciudad por fornidos hombres de mar.

En el aciago verano de 1871, las aguas caudalosas del río rebasaban los muros o bordes de tierra que se habían hecho para contenerlas y entraban en la espaciosa Plaza de Armas e incluso inundaban su templo de tres vistosísimas naves, llegando en algunos lugares a más de un metro del suelo. Muchas casonas quedaron desiertas y sus propietarios o las donaban o bien pagaban a familias humildes para que se sirvieran de ellas y se las cuidaran en vez de cobrarles alquiler por las mismas. En 1876, sale a circulación, en esta ciudad, el periódico “El Eventual”  y  el “Amigo del Pueblo”, en ese orden.

En el verano de 1877, los copiosos aguaceros que se presentaron y una terrible inundación que amenazó asolar nuevamente la ciudad maltratada, causaron pérdidas en su agricultura por un valor de trescientos mil soles de aquella época. La construcción de los terraplenes del ferrocarril de Eten y Pimentel y el nuevo brazo abierto por el coronel Villapaso en 1872, seiscientos metros aguas arriba de la ciudad, cortando casi paralelamente el antiguo cauce del río Lambayeque, constituyeron en ese año un verdadero dique. Este nuevo cauce se denomino Río Nuevo, dotándosele para el tránsito de un nuevo y magnifico puente de fierro llamado Puente Pardo.

En 1878, el pacto entre la naturaleza y el medio se rompió irremediablemente, el verano de ese año fue fatídico. Los estragos ocasionados por las torrenciales lluvias y una feroz inundación fueron incalculables. Los campos de cultivo fueron arrasados y cubiertos por las aguas lo mismo que los tránsitos, medios vitales para el transporte y la comunicación. Barrios enteros fueron barridos por las aguas desbordadas. El hospital Belén totalmente inundado y parcialmente destruido, lo mismo que el hermoso teatro. Los terraplenes de los ferrocarriles de Eten y Pimentel destruidos. La alameda Waddigton inundada. En la ciudad de Lambayeque la ruina fue completa.

Pero la ciudad siguió viviendo, con los desgraciados que quedaron rezagados pero que no la abandonaron ni en sus momentos más difíciles, duros como el algarrobo y sin ganas de rendirse, así, entre las lluvias y la desocupación, entre el barro y la esperanza. En 1887, aparece el diario “El fénix”, un año después “El Norte”.

Para colmo de males la ciudad de Lambayeque tendría que soportar todavía, en los postreros años del siglo XIX, la presencia del terrible Niño en los veranos de 1891 y 1895. Eventos que ya no causaron grandes daños en su golpeada fisonomía ni en el alma de sus habitantes. En 1891, salió a circulación en esta ciudad el diario “El Independiente”. En 1892, el diario “Lambayeque”. En 1898, “La Juventud” y en 1899    La Reforma”.

Lambayeque quedaba así, en el siglo XIX, como una sagrada reliquia de mejores tiempos, como último rezago de una nobleza privilegiada. Tenía la apariencia de esos venerables ancianos envejecidos por los años, que saben del dolor y la alegría de la vida, que han dejado su fecunda huella como maestros, como padres. A su vera, junto a ella, crecía su hija, bullanguera y cosmopolita, Chiclayo la republicana.